UN CANTO DEL HACER/UN CUENTO DEL HACER
Recoge Mircea Eliade en su Diccionario de las religiones las cosmogonías de un grupo de pueblos africanos al que pertenecen dogones o bambaras, en las que la creación del universo se explica como el abortado despliegue de un sonido primordial: una especie de vibración monótona y contínua cuya expansión al infinito se ve interrumpida por la interferencia violenta de los dioses o los antepasados míticos. De distintos modos según las diversas mitologías, estos agentes fragmentan mediante su traumática intromisión la continuidad del sonido; la violentan, forzando en el contínuo original rupturas que explican la diversidad y la discontinuidad de lo creado. La unidad se astilla en mundo y lenguaje, y éstos resultan marcados por una suerte de estigma nativo, por cuanto sus creadores han roto el paradójico silencio sonoro de los orígenes. Los conceptos de creación y destrucción quedan, así, soldados en la ambigüedad mítica de un canto entrecortado e imperfecto que multiplica seres y palabras sobre la nostalgia de un fondo primigenio en el que se cifra, también, un criterio cósmico de perfección. En semejante constelación religiosa, vinculada indisociablemente al arte en estos pueblos, crear es, simultáneamente, destruír; y todo lo creado se mide con una perfección imposible que sólo lo increado ostenta. Todo lo cual viene a mostrar que -en contra de lo que muchos occidentales han ido a buscar a las fuentes del arte africano con ingenuidad y soberbia, cuando no con interesado simplismo-, las raíces de la creatividad de los pueblos presuntamente primitivos pueden compartir con la presuntamente sofisticada creatividad de las grandes civilizaciones una complejidad y una condición trágica que desautoriza el prejuicio de lo que podríamos llamar adanismo en la calificación de sus manifestaciones artísticas.
No es esto, desde luego, lo que ha buscado y busca Consuelo Vallina en el arte africano, uno de los ecos que resuena en su obra en armonía con otros ecos. Análisis previos de su trayectoria han señalado el peso que, junto a los signos y símbolos del arte africano o primitivo, tienen en ella la creatividad popular, las artesanías y las técnicas ormanentales de distintas tradiciones, muy especialmente las relacionadas con las labores femeninas, y el modo en que todo ello se diluye en el gran caudal de la abstracción contemporánea, desde sus ramificaciones geométricas, constructivas o matéricas hasta las expresionistas o místicas. Con esa personal fusión Consuelo Valllina ha logrado ser fiel a un modo de hacer que le permite conciliar una veta fuertemente espiritual y una refinada expresividad con una veta que ensalza la humildad de los materiales, la sensualidad de la materia y la dignidad de lo que se proclama como hecho a mano (y a mano de mujer).
En cualquier caso, el rodeo por África no persigue esta vez esclarecer unas referencias que están sobradamente esclarecidas en esta obra, sino ofrecer un contraste y una simetría para su conjunto. Desde una clara conciencia de extenuación creativa y una filosofía de la historia etnocentrista, nos hemos vuelto a menudo al arte del continente africano, y en general a los artes vagamente denominados étnicos, en busca de una supuesta autenticidad auroral, de modo que cuesta no pensar ante ese gesto en unos ancianos que intentasen renovar energías imitando gestos o juegos infantiles. Pero, como lo demuestran estas las referencias antes aludidas, estas culturas y sus respectivas manifestaciones artísticas pueden ser tan trágicas, complejas y autoconscientemente crepusculares como la nuestra. El canon ha hecho finalmente innecesarios esos intentos. No hay nada que renovar ni autenticidad a la que volver. En la presente condición posmoderna hemos asumido como un límite infranqueable que toda frescura e inmediatez son imposibles en el arte occidental de este tiempo; un arte obligado a la reflexión y a la autorreflexión, a una mediación permanente que observa con una especie de condescendencia –permítaseme: del refalfiu- toda aspiración a la espontaneidad.
Pues bien: en ese contexto, el caso de Consuelo Vallina ejemplifica una forma de encarar la tarea artística que, sin renunciar a la reflexión y al conocimiento no sólo de sus procedimnientos, sino también de su(s) tradición(es) y de su posición en la historia, enarbola la autenticidad y la vitalidad como principios de su poética. Más allá del coraje que supone reclamar tales postulados en mitad de los dobles y los triples fondos que socavan nuestra era de la ironía, es una postura legítima –y yo diría que hasta higiénica: lenitiva- que se nutre, en primer lugar, de una pasión incoercible por hacer y, más reflexivamente, de la vindicación un modo de enfrentarse a la creación que aspira a sacudirse algunos de los lastres, quizá terminales, que gravan hoy la creación artística occidental.
En este sentido, y sustentada sobre el vigor de sus cualidades plásticas, la obra de Consuelo Vallina prolonga con las piezas de esta exposición una especie de canto contínuo que viene de muy lejos. El tema de ese canto es el hacer mismo. O, más exactamente, el gozo de hacer. Un gozo que recorre y unifica toda la trayectoria de Consuelo Vallina, con independencia de técnicas y épocas, como una vibración sostenida, ininterrumpida, que en este caso, como en los mitos dogones, no se produce antes de la creación sino como consecuencia de la creación. Es en este punto donde aquellas cosmogonías quieren servir de contraste y simetría; ya que, en este caso, es la artista occidental del siglo XXI la que encarna en su obra una forma de crear exenta de toda sombra, de toda gravedad trágica, que es capaz de cargar con todo lo que viene antes, pero situándose ante la materia con la actitud de quien en ese momento parte de cero. Como si así fuese.
Y así lo es, sin duda, en el irreductible y elusivo momento de ponerse manos a la obra. Consuelo Vallina da la impresión de pertenecer a ese tipo de artistas que, no sin pugna, han encontrado su mundo y su lenguaje y que, a partir de ese momento, se han entregado a jugar con ellos, expandiéndolos, ahondándolos, experimentando con sus combinatorias y modificaciones en una espiral creciente de aprendizajes y logros. De ese movimiento nace esta pintura anti-trágica que no se atribula ni descarta, que va sumando como testimonio de una experiencia que progresa y se desenvuelve ante los ojos del espectador con la inmediatez de lo musical o la capacidad de interpelación de los símbolos de una narración fundacional que, antes que nada más, se contase a sí misma, contase asombrada su propia génesis, fecundada por su propia posibilidad.
Todo eso se plasma en el que quizá sea el rasgo que mejor encarna el programa artístico de Consuelo Vallina: su inclusividad; una constancia abarcante y generosa que, precisamente porque cada etapa de su trabajo ha brotado de fuentes tan laboriosamente prospectadas como transparentes, no desecha nada de lo aprendido. Y además lo muestra; lo hace presente en cada ocasión con tanta fuerza como humildad, fundamentando la permanente frescura de esta obra. En la que ahora expone, y según ese principio de no-renuncia a cada conquista técnica y estética, se acumulan los valores del color como vibración pura y como armonía cromática; la importancia de la textura y la materia que abren lo visual a la dimensión de lo táctil; los repertorios de signos y figuras dibujados, esgrafiados o construidos, con una misma atención a sus cualidades decorativas y simbólicas. Y, sustentando todo esto, un sentido de lo estructural que convierte el cuadro en un territorio a menudo parcelado, en el que cada área rescata, organiza y armoniza los hallazgos de una etapa de la trayectoria de la artista, componiendo los fragmentos en un orden mayor, pero sin sofocar su diferencia.
Junto a las nuevas combinatorias de los elementos habituales en su obra, Consuelo Vallina aporta a esta vez un nuevo registro en su particular canto y cuento del hacer. Era cuestión de tiempo que su sensibilidad se interesase en la cerámica, y así lo ha hecho finalmente. La muestra de esa nueva faceta creativa es una breve serie de piezas en forma de cuenco en las que se evidencia, como es habitual en la artista, la exhibición desenvuelta de su interés por lo artesanal e incluso lo decorativo entreverada con una sensibilidad hacia la naturaleza que -en clave de lo sublime-, desvela lo que una obra humana puede tener también de manifestación natural. En este caso, en concreto, de acontecimiento casi geológico, azarosamente eruptivo, acontecido, ya fuera del control humano, al contacto de los elementos químicos con el fuego del horno.
Todo este conjunto dibuja, en resumen, una forma de cumplir la prescripción moderna -y posmoderna- de clarificar y arrastrar con uno la propia tradición, pero sobrellevándola con una ligereza casi auroral. A pesar de lo que acumula en términos de filiación histórica y de aprendizaje personal, de hallazgo y de reflexión, Consuelo Vallina es capaz de exhibirlo todo ello con levedad y una suerte de alegría contagiosa, desprovista de toda tribulación o ironía. Desde su irreductible autonomía plástica, esta obra invita cada vez más a absorberla como un gran relato visual o una gran canción a muchas voces que va creciendo en espiral y que, a diferencia de las cosmogonías con las que se abría este texto, no hace añicos ninguna unidad, sino que avanza hacia ella –no importa si es sólo ideal o postulada- desde la multiplicidad de sus formas. En ese proceso con diferencias, pero sin fracturas, la narración y la música que nos cuenta y canta se enriquecen cada vez más, como si -siempre como si- el mundo y el lenguaje plástico que se resuenan en ellas, estuviesen, a pesar de todo, sonando por primera vez.
J. C. Gea
Febrero, 2009
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