jueves, 31 de diciembre de 2009

CRITICA JAVIER HERRANDO

LOS ESTRATOS DE LA PINTURA

La trayectoria creativa de Consuelo Vallina deja traslucir la persistencia de determinados recursos formales en su obra: el protagonismo del plano cromático, de los valores texturales y de los signos, así como la tendencia a establecer composiciones basadas en elevados grados de orden; recursos que no hacen sino encarnar en términos formales la sensibilidad de su autora. De manera que la contundencia cromático-compositiva y una indudable tendencia a erigir espacios contemplativos dominan una propuesta plástica sostenida en el tiempo, ya que el universo plástico construido hace muchos años continúa teniendo vigencia para ella. Podría decirse que, como en cualquier universo, incluso en los apaciguados como éste, las transformaciones son un hecho, si bien su carácter propicia que aquéllas sean siempre sutiles, a veces casi imperceptibles.

Una parte substancial de su trabajo puede ser leído en clave de paisaje; algo que sin duda tuvo su anclaje en su obra de los primeros años ochenta, materializada en tapices. En aquéllos la superficie estaba compuesta por superposiciones de segmentos con frecuencia cuadrangulares y rectangulares que definían horizontes genéricos imbricados, de manera que no resultaba difícil imaginar enclaves naturales reducidos, por mor de la capacidad creativa de la autora, a una trama sintética de líneas, a una estructura topográfica extremadamente esencial. La sustitución de la lana como soporte y material de expresión plástica por el lienzo, el papel y la pintura, no supusieron cambios drásticos en el concepto y definición final de sus obras, como evidencia la tendencia a la planitud, a la superposición de segmentos cromáticos y también a la verticalidad presentes en su producción posterior. Así Consuelo Vallina confirmaba su inequívoco interés por una pintura contemplativa en la mejor de las tradiciones de aquella vertiente informalista desarrollada desde finales de los años cincuenta tanto en Norteamérica como en Europa.

Desde hace unos años las superficies de sus pinturas han incrementado su planitud sobre todo por la intensificación de unos fondos monocromos muy uniformes pero en los que nunca llega a estar ausente un pálpito sutil. A partir de ellos establece la relación tradicional entre figura y fondo, estando la primera constituida por estructuras geométricas levemente asistemáticas, así como por signos que como bien ha señalado Alfonso Palacio tienen un inequívoco aroma africano (“Hacia una poética de lo sensible”, en Catálogo de la Exposición Consuelo Vallina, Galleria Venezia Viva y Consejería de Cultura del Principado de Asturias, 2005) . En este sentido las composiciones sistemáticas, connotadas con aquellos elementos icónicos, tienen un punto de contacto con las de la pintora marroquí, instalada desde hace décadas en España, Soah Lachiri, pero también con las de Teresa Lanceta, artista esta última que, al igual que Consuelo Vallina, se ha sumergido con intensidad en el ámbito del arte textil. Los trabajos de las tres artistas están impregnadas por tanto de un cierto africanismo, tanto por la presencia de unos signos que en todos los casos no pretenden tener un carácter semántico sino gestual, como por ese cromatismo vibrante y esas divisiones en franjas que recuerdan a las alfombras norteafricanas. De manera que se produce una transferencia natural entre arte textil y pictórico, así como entre las maneras compositivas de uno y otro medio.

La obra reciente de Consuelo Vallina no renuncia a la base descrita, si acaso refuerza el carácter austero de los espacios mediante el énfasis en la planitud y en la simplificación de los elementos que fluctúan sobre ellos. Además hay un decrecimiento de la densidad pictórica de los campos de color que precedentemente exhalaban un considerable vigor matérico, como si se tratase de muros sobre los que se han ido superponiendo capas sucesivas no ya de pintura sino de materia sólida: tierras o yesos. También en este aspecto dichas superficies podrían asociarse a lo africano, ahora a los paramentos de los muros de adobe cuya rugosidad propicia una sensación de elegante aspereza, como la de estas pinturas. En la obra reciente, como digo, aparece notablemente paliado ese relieve granuloso. El resultado son unas composiciones que se aproximan a la sensiblidad del gran Joan Hernández-Pijoán, tanto en la manera de componer el conjunto como en el tratamiento de los campos de color. Pienso, por ejemplo, en ese espacio amarillo sobre cuyo eje superior desciende un vector asimismo amarillo, aunque de una tonalidad más intensa, y en cuyo interior dos pequeños cuadrados rompen la uniformidad de la cuña al estar cubiertos por una masa atmosférica que introduce un notable y sin embargo homogéneo contraste con el segmento en el que se inserta. En otros el fondo cromático uniforme deja que sobre su centro se deslicen las formas, siempre esencialmente ordenadas. Entonces se tiene la sensación de que la autora hubiese aproximado su mirada, pero también su cuerpo, hasta situarse a pocos centímetros de una hipotética pared para trazar sobre la misma alguna de aquellas pequeñas tramas, casi siempre abstractas, a veces con formas alusivas al mundo vegetal. El relieve y también las formas incisas mantienen su presencia en algunas obras, generando un contraste elegante al recortarse sobre los siempre límpidos fondos. Lo orgánico y lo orgánico, la abstracción y la figuración, el relieve y lo plano, establecen un permanente contraste, una cohabitación que se evidencia tan natural como pertinente.

Pero volvamos a la idea suscitada más arriba: la del paisaje. Han sido numerosos los pintores que interesados en la representación de la naturaleza y al mismo tiempo en la exploración de los valores específicamente plásticos de la pintura han terminado por confeccionar unas imágenes que parecen retratar más la estructura geomorfológica del lugar que su topografía, más las entrañas de la tierra que su superficie. Serían los casos de los castellanos Juan Manuel Díaz Caneja y Félix Cuadrado Lomas, o del asturiano José Manuel Núñez. Muchas de las obras recientes de Consuelo Vallina propician, como la de aquéllos, una lectura peculiar del paisaje. Naturalmente en su caso no hay intención de representar determinados espacios reales, pero la penetración de esas verdaderas cuñas en las entrañas de los campos cromáticos permite derivar nuestra imaginación por aquellos derroteros. Porque estas composiciones radicalmente planas transitadas por franjas o por segmentos que parecen el resultado de un acoplamiento certero, tienden a definir cortes en el terreno, unas veces, representaciones sobre muros formadas por signos crípticos otras. En cualquier caso hay una indudable aproximación a unos espacios abiertos en los que el hombre plasma sensaciones y sentimientos a través de signos cuyo significado no siempre es fácil de desvelar. Pienso que a la artista debe preocuparle poco la semántica de aquellos referentes sígnicos que se hallan en mayor o menor medida detrás de los de sus obras. Más bien le atrae la rotundidad y eficacia plástica de los mismos, ese aspecto de ornamento que con frecuencia poseen, traspasado asimismo a sus obras.

Si convenimos en que la inspiración africana atraviesa la poética de Consuelo Vallina, valoraremos esa huella aborigen como una certera aproximación a la naturaleza, en la medida en que para quienes han vivido tan cercanos a la misma, no hay gran diferencia entre el propio espacio natural y las creaciones realizadas por ellos, bien sean estructuras arquitectónicas u objetos de uso. Todo está vinculado a lo natural en las culturas aborígenes, no hay escisión propiamente dicha entre el hombre y la naturaleza, como desearon infructuosamente los poetas románticos. Hoy la realidad de aquellas culturas es sólo un eco que se proyecta en nuestro tiempo como sombras desvaídas. Recordemos de que modo ese mismo influjo resultó decisivo en las producciones iniciales de los artistas norteamericanos del expresionismo abstracto o de nuestro informalismo; el caso de Manolo Millares fue particularmente relevante a este respecto. La obra de Consuelo Vallina revela, con diferentes intensidades, ese trasfondo primitivo, esa expresión franca, directa, certera de las excelencias de la geometría y el color, de los horizontes de una naturaleza que no necesita encarnarse en representaciones ni siquiera aproximadas a su imagen real para hacernos sentir su elocuencia. Sin renunciar al protagonismo de la pintura, la artista teje una trama invisible en la que la materia, el color y el ornamento aborígenes se instalan en el marco de la pintura, contribuyendo a su constitución sin disolver al propio tiempo su presencia en la misma. El resultado podría definirse como un acoplamiento de unidades plásticas que culminan en la conformación de un estrato de formas; toda una metáfora de la propia estructura del paisaje. Estratos del territorio geográfico que aquí se convierten en los estratos de la pintura.

Javier Hernando Carrasco

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